A diferencia del viaje, la vida no tiene la intensidad necesaria, ni nosotros la pretensión y el anhelo de convertir cada momento en algo singular en sí mismo hasta el punto de justificar nuestra propia existencia. Sin embargo, como turistas, aspiramos a crear la experiencia perfecta, un viaje tan intenso, que la posibilidad de que este pueda ser repetido infinitas veces nos parecerá maravillosa. La experiencia es tan única, tan alejada de nuestra vida cotidiana, que desearemos volver a su origen, que nuestros recuerdos ardan en una conflagración y dónde, una vez quemados, se reconstruyan para que el mismo viaje pueda repetirse una vez más. Si la vida fuera un viaje, deberían ser unas vacaciones, de tal manera que uno ansiara volver a vivir toda su vida de nuevo, y así, pudiera morir sin temor.
NOTA DE TURISTA — EL ETERNO RETORNO
PINTAR
LO AJENO
«Bien difícil es sacudir todo prejuicio histórico, tanto negativo como positivo, y adentrarnos en lo ajeno con una mirada limpia. La admiración y el temor se asientan en el inconsciente colectivo sin que nosotros hayamos sido muy conscientes de haberles invitado»
Interior de un edificio, parece ser que privado, por los objetos que hay en éste y, sobre todo, por la actitud relajada de los personajes. La escena nos muestra a cuatro mujeres, tres de ellas en claras posiciones de ocio y relajación. Las baldosas, los tejidos y la indumentaria nos hacen pensar en un ambiente árabe. Estamos observando una pintura de Eugène Delacroix: Mujeres de Argel en su apartamento (1834), la cual pintó después de visitar un hogar. El título especifica las figuras representadas y las ubica en un espacio: un lugar privado. Al tratarse de mujeres musulmanas podemos añadir que la estancia donde se sitúan es la parte más privada de la vivienda, la llamada harén. Ahora bien, si este espacio es el de más difícil acceso para un visitante, especialmente uno del sexo masculino, ¿cómo se las ingenió Delacroix para acceder a él? Muy probablemente no lo hizo. En 1832 el pintor realizó un viaje por Marruecos y Argelia, donde sí hizo amistad con una familia judía (tal como retrata en Ceremonia nupcial judía en Marruecos, 1837), así que quizás la inspiración para las Mujeres de Argel fue resultado de esta relación amistosa. Lo que sí que es seguro es que el cuadro fue terminado en París, con modelos locales.
«El resultado sería el mismo: un disfraz, una pintura basada en una preconcepción de un mundo lejano y diferente: lo exótico.»
¿Una realidad vivida y modificada, o un producto de la imaginación? Para entender el valor de la obra en cuestión no es necesario dilucidar nuestras dudas. El resultado sería el mismo: un disfraz, una pintura basada en una preconcepción de un mundo lejano y diferente: lo exótico. Y cuán más diferente y lejano que representar la vida cotidiana y privada de las mujeres, las más alejadas del sujeto masculino de otro país, cultura y religión. A partir de esta obra, Delacroix puso las bases para un nuevo género pictórico, el orientalismo (o arabismo), cuajado de actitudes sensuales, decadentes y déspotas, cualidades intrínsecas al estereotipo oriental del siglo XIX. Rápidamente influyó en otros pintores, como Jean-Léon Gérôme, Marià Fortuny o incluso Dominique Ingres, los cuales ayudaron a propagar esta visión imaginada de la realidad arábica. Así pues, el mercado pictórico se llenó de imágenes de concubinas languideciendo en lechos de harenes, baños comunitarios, mercados de esclavas desnudas, así como también de escenas de exteriores y de batallas.
A pesar de que la mayoría de estos artistas viajaron a Marruecos, Argelia o Egipto con la voluntad de experimentar y observar una realidad distinta a la suya, gran parte de ellos siguió plasmando en su arte las ideas preconcebidas de lo exótico allí donde fuesen. ¿Es posible, entonces librarnos de toda expectativa a la hora de viajar para presenciar objetivamente los hechos, actitudes y costumbres de un lugar? En el mundo de la pintura orientalista decimonónica fue posible, en algunos casos y con matices.
De todas formas, los sujetos no nos podemos librar completamente de nuestra subjetividad. En la edad moderna la delimitación cultural y religiosa estaba mucho más definida. Si a este aspecto le añadimos los intereses y conflictos políticos ―repercutiendo en el pensamiento de la población―, además de la visión cientifista de la sociedad, entenderemos la preconcepción que se tenía del mundo árabe u oriental. La ciencia moderna teorizaba sobre la evolución cultural defendiendo la linealidad de esta forma: las sociedades «menos desarrolladas» reflejaban un tiempo anterior, estaban atrasadas.
«Los sujetos no nos podemos librar completamente de nuestra subjetividad»
Siguiendo esta premisa, observando las culturas «primitivas» podían ver el pasado de las culturas occidentales o europeas. Así, por ejemplo, conociendo la cultura magrebí de Marruecos podían ver la realidad del antiguo Al-ándalus ibérico. De esta manera, Tánger sería la puerta de entrada al mundo árabe, al vecino exótico.
En cuanto a la pintura española de inicios del siglo XIX de tema orientalista, destacan dos autores tan diferentes como Jenaro Pérez Villaamil y José María Escacena y Daza. El primero reflejó en su pintura la preconcepción fantasiosa y romántica que tenía de la cultura marroquí (sin haber viajado nunca al norte de África), mientras que el segundo fue capaz de modificar su visión para imbuirse de la realidad que experimentaba durante su viaje a Marruecos, en la década de 1830, aprovechando las buenas relaciones institucionales entre los dos países.
Es sintomático de la preconcepción cultural el hecho de que Pérez Villaamil tuvo éxito con su temática artificial, mientras que al realismo in situ de Escacena y Daza no le hicieron tanto caso.
Además, si esta característica no fuese suficiente para agradar al público, las escenas marroquíes del pintor realista desprendían serenidad y sencillez, hecho que podía encajar con el gusto artístico de la población española por su parecido con el costumbrismo que sus paisanos mostraban al representar escenas típicas andaluzas.
Años más tarde y debido al inicio de la Guerra Hispanomarroquí (1859-1860), el motivo de visita a Marruecos por parte de los pintores cambió. Iniciada por los ataques de unos cabilas a las defensas españolas ceutíes, pero motivada sobre todo internamente, por causas políticas y una mentalidad colonialista, esta guerra fue narrada por escritores y pintores. Las obras resultantes pudieron haber contribuido a alimentar el entusiasmo bélico de la ciudadanía española, el cual se alargó durante décadas (hasta principios del siglo xx), o bien pudieron haber ayudado a remodelar la concepción cultural que se tenía del pueblo marroquí. Siguiendo esta última senda, Marià Fortuny fue el principal cronista pictórico del momento, aunque paradojicamente lo hizo desde su posición de enviado y pensionado por un organismo oficial —la Diputación de Barcelona—.
«Fortuny, alejándose de los paradigmas del género histórico, presenta una escena preciosista y luminosa, sin desprecio visible hacia el enemigo del momento, queriendo además remarcar la admiración que sentía hacia los soldados marroquíes.»
El pintor, arrobado por la luz y el color marroquíes, plasmó su entusiasmo y simpatía incluso en las obras bélicas. Claro ejemplo de ello es la inacabada Batalla de Tetuán (1863-1865), colosal en tamaño y en controversia. Fortuny, alejándose de los paradigmas del género histórico, presenta una escena preciosista y luminosa, sin desprecio visible hacia el enemigo del momento, queriendo además remarcar la admiración que sentía hacia los soldados marroquíes. Así pues, estos se nos muestran dignificados, valientes y ennoblecidos, contraponiéndose a los estereotipos españoles de crueldad e incivilidad, alentados por parte de otros pintores.
Si Marià Fortuny revolucionó el género bélico, contribuyó a modificar la visión de la sociedad marroquí y cuestionó el mensaje institucional español, fue otro reusense amigo suyo quien dedicó gran parte de su vida a aproximarse al Marruecos veraz. Josep Tapiró visitó Marruecos un par de veces antes de fijar su residencia allí, en 1877.
Concretamente se estableció en Tánger, donde el eclecticismo social y cultural era muy elevado en ese momento: la mayoría de la población era de religión musulmana (bien fuesen de alguna etnia amazigh nordafricana, bien de cultura árabe, o bien —en menor medida— personas negras de origen subsahariano); en la ciudad también residía una comunidad judía; y, por último, una colonia occidental dedicada a la diplomacia, ubicada en las zonas más europeizadas. El don de gentes que tenía el pintor le ayudó a entablar amistad con personas de toda índole, quienes incluso le abrieron las puertas de sus casas, en una época en que reinaba la desconfianza hacia los europeos e incluso los pintores podían encontrarse con ciertas dificultades para tomar apuntes de la calle. Fue Tapiró y no Delacroix quien logró atravesar puertas que anteriormente estaban cerradas.
La pintura de Tapiró plasmó la realidad que le dejaban observar, y no fue poca. Su amor por el costumbrismo se reflejó en las obras de temática cotidiana, inspiradas por lo que podía ver desde su balcón (niños jugando a peleas o la procesión de una orden religiosa), o plasmando la cotidianeidad de las estancias privadas de sus conocidos.
«A pesar de esta predisposición, la reticencia social hacia los retratos se puede constatar en la posición de perfil de los modelos o en sus miradas desviadas, posiblemente a causa de la creencia de que el alma podía escaparse por los ojos»
Pese a estos gestos de confianza, los retratos de personalidades magrebíes correspondían a personas favorables al acercamiento de costumbres occidentales. A pesar de esta predisposición, la reticencia social hacia los retratos se puede constatar en la posición de perfil de los modelos o en sus miradas desviadas, posiblemente a causa de la creencia de que el alma podía escaparse por los ojos. Yendo más allá del obstáculo cultural y siempre gracias a sus contactos personales, el pintor pudo retratar a personas dedicadas a la religión musulmana, como los santones y los derviches —ambos ascetas (El santón darkawi de Marrakech, hacia 1890-1900)—, o incluso representar escenas íntimas de novias preparándose para su boda, ataviadas con los elementos tradicionales (Novia bereber, hacia 1896). Y es llegados a este punto en que nos encontramos con el único pero de la pintura veraz de Tapiró: la adecuación de los objetos del ajuar nupcial ha sido cuestionada, puesto que el material que los conforma parece ser oro y no la plata típica amazigh. Entonces, ¿adornó el artista a las novias con joyas de su elección?
El público se interesó por el preciosismo realista de Tapiró y por su clara inquietud etnográfica, pero no fue el público español. A lo largo de esos años España no estaba interesada en la visión desprejuiciada de la sociedad marroquí; al contrario, años después de finalizada la guerra —pero no la tensión política— se siguieron pintando cuadros honrando las gestas españolas y afianzando el prejuicio negativo hacia Marruecos: hacia lo moro. Así pues, la principal aceptación e interés de la obra marroquí de Tapiró tuvo que venir por parte de otro mercado: el anglosajón. La temática pictórica y la capacidad de observación del artista casaban con el gusto victoriano, y la técnica —la acuarela— era reverenciada por esta cultura desde mucho tiempo antes. España solo se empezó a desprender de la visión negativa hacia lo moro a partir del Protectorado (1912), y muy lentamente, puesto que desde 1909 la tensión y las batallas fueron recurrentes.
«La tradición pictórica arabista ha sido claro ejemplo de toda la fantasía por ambos lados, toda la fantasía que la fascinación y el odio son capaces de producir»
Bien difícil es sacudir todo prejuicio histórico, tanto negativo como positivo, y adentrarnos en lo ajeno con una mirada limpia. La admiración y el temor se asientan en el inconsciente colectivo sin que nosotros hayamos sido muy conscientes de haberles invitado. La tradición pictórica arabista ha sido claro ejemplo de toda la fantasía por ambos lados, toda la fantasía que la fascinación y el odio son capaces de producir. Aun así y como hemos podido comprobar, la curiosidad por conocer y plasmar la realidad de forma más objetiva se gestó en artistas que conocieron el sujeto a tratar de forma directa. Artistas que, si bien a menudo no pudieron, sí intentaron romper la distancia física y emocional que nos separa, también a nosotros, del otro.
NOTA DE TURISTA — POR UN PAR DE DIRHAMS
No encuentras tu riad y alguien se te acerca ofreciendo su ayuda, tú desconfías, pero aceptas. Te acompaña y mientras camináis por las laberínticas calles del barrio judío, desconfías. Mientras estás perdido te invitan a tomar un chai, después de aceptar, desconfías. Llaman desde su teléfono a tu riad y tú desconfías. Amablemente te recomiendan un lugar donde comer, pero miras la comida y desconfías. Te sonríen amablemente y tú devuelves amablemente la sonrisa con desconfianza. Pides ayuda, pero desconfías. Comes y desconfías. Paseas y desconfías. Hasta que al final, desconfiando, llegas a tu destino.
NOTA DE TURISTA — MOTORISTAS DE MARRUECOS
La diversidad de motoristas es mayor que la de alfombras o tapices. Existe un ritual que consiste en sentarse en la árida acera de una carretera y verlos fluir como un río entre piedras de gente y coches, es el equivalente urbano de las estrellas, uno nunca se cansa de mirarlos, cada uno es único, describe una forma de vida y entre todos construyen un universo de ruido y metal. Su rocambolesca variedad nace de la necesidad, es el engranaje que transporta al pobre. Una pareja cargando su nueva mesa de comedor en una vieja Yamaha, cuatro miembros de una familia dominguera en una pequeña MKB o un padre con un bebé en una mano y el manillar en la otra, con o sin casco, no puede haber normas viales ni códigos de vestimenta para un suceso natural, es la adaptación al entorno de los necesitados, porque «las motocicletas hablan, pero solo a aquellos que saben cómo escucharlas».
El DESIERTO
COCA-COLA
«Para el turista, como para todo ser humano perteneciente a una sociedad desarrollada, ya no solo el desierto sino, en general, la naturaleza es un problema. Y no es que se trate de una cuestión de comodidad; el problema del ser humano con la naturaleza es un problema de indiferencia.»
Al fragmento del Sahara que toca con el pueblo marroquí de Merzouga sus habitantes lo llaman el Desierto Coca-cola. Espacio pensado —acondicionado, preparado, ablandado— para que el turista pueda disfrutar de una experiencia auténtica: «¡Viva por una noche como todo un beduino!». Camellos que hacen cada día la misma ruta sin necesidad de indicación alguna llevarán al turista a través del desierto hacia una verdadera tienda de campaña con agua embotellada. Nada que reprochar; para el turista, como para todo ser humano perteneciente a una sociedad desarrollada, ya no solo el desierto sino, en general, la naturaleza es un problema. Y no es que se trate de una cuestión de comodidad —el problema es un tanto más profundo que el frío, el calor o los mosquitos—; el problema del ser humano con la naturaleza es un problema de indiferencia.
El DESIERTO
COCA-COLA
«Para el turista, como para todo ser humano perteneciente a una sociedad desarrollada, ya no solo el desierto sino, en general, la naturaleza es un problema. Y no es que se trate de una cuestión de comodidad; el problema del ser humano con la naturaleza es un problema de indiferencia.»
Pero sigamos en el desierto, y hagámoslo de la mano de Hernández y Fernández. En Tintín en el país del oro negro, estos dos personajes de Hergé llevan ya un buen tiempo perdidos conduciendo su jeep a través de las cambiantes dunas del desierto. De repente verán las huellas de otro coche y se sentirán salvados: bastará con que las sigan para llegar a alguna ciudad. Tras un rato, observan las huellas de un segundo coche que se han unido a las primeras. No son los únicos, piensan, que estando perdidos han decidido seguir al primer coche para poder huir del desierto. Después aparecerán las huellas de un tercer coche… Evidentemente, lo que Hernández y Fernández ignoran es que están conduciendo en círculos, persiguiendo desde un inicio sus propias huellas. La ilusión, sin embargo, no durará mucho; pronto llegará el khamsin, la gran tormenta de arena, y borrará sus, por otra parte, equivocadas esperanzas.
Hergé es, sin lugar a dudas, un maestro de la desinformación, de la incomunicación, de los errores de comprensión, y no es extraño a sus historias que equivocaciones como la anterior se den en el mar, la selva, la nieve o el desierto. Estos parajes extremos tienen dos constantes: por un lado, se trata de lugares en que los personajes de Hergé son extranjero; por el otro, son espacios que el hombre, por mucho que se ha esforzado, no ha logrado arrebatar a la naturaleza, de los que no ha podido apropiarse. Venidos desde el primer mundo, Tintín y sus compañeros están destinados a desorientarse, perderse, caerse y ser atrapados. Están destinados, en conclusión, a sortear la muerte en estos extraños territorios. Y todo ello a causa de que no saben leer sus signos. Nosotros, como Tintín, vivimos en un mundo desmitificado.
«Venidos desde el primer mundo, Tintín y sus compañeros están destinados a desorientarse, perderse, caerse y ser atrapados. Están destinados, en conclusión, a sortear la muerte en estos extraños territorios. Y todo ello a causa de que no saben leer sus signos.»
A través de la pantalla, los espíritus nos entretienen; los dioses han muerto. Los mitos que nos contábamos antes de que la Razón nos impusiera su poderosa visión —si el de la Razón es o no un mito moderno, es un asunto que no cabe en estas líneas— cumplían, entre otras funciones, la de socializarnos, la de recordarnos lo que está bien y lo que está mal, la de decirnos de dónde venimos. Pero los mitos tenían, además, otra función: la de ponerle voz al mundo que nos rodea y enseñarnos a escucharla. Ya sea de los astros, de las piedras o de la divinidad, todo mito revela la palabra de las cosas que espera a ser oída por aquél que posea la suficiente fe. En las sociedades míticas el ser humano establece una relación recíproca con el mundo; no así en las sociedades desarrolladas —desmitificadas— en las cuales la naturaleza solo alberga, para nosotros, su invariable silencio.
Pensemos, por ejemplo, en una figura tan íntimamente relacionada con lo mítico como la del alquimista. El alquimista transforma los elementos de la naturaleza a partir de los signos que ella misma le regala: es un intérprete de la voz, oculta para los no iniciados, del mundo mismo. Nunca se trató tanto de dar con la fórmula del oro como de hallar los símbolos que, inscritos en la naturaleza, nos interpelan. De igual forma, a menudo la única escapatoria para Tintín y sus compañeros es el encuentro con un iniciado: el pequeño guía local que, conocedor de los misterios de la geografía, les conducirá hacia su destino. El guía surge del mundo mítico al que Tintín, como racional periodista que es, nunca podrá acceder. Tintín no tiene fe y, para él, la naturaleza es un sinsentido. Es decir: por mucho que se esfuerce, el mundo siempre le responde con su total indiferencia.
«El guía surge del mundo mítico al que Tintín, como racional periodista que es, nunca podrá acceder. Tintín no tiene fe y, para él, la naturaleza es un sinsentido. Es decir: por mucho que se esfuerce, el mundo siempre le responde con su total indiferencia.»
Detrás de todo sufrimiento —escribe el filósofo polaco Leszek Kolakowski— se oculta el fenómeno de la indiferencia. Y así como la ruptura de una relación, ya sea amorosa o de amistad, nos revela la indiferencia del otro, el dolor físico nos recuerda hasta qué punto le somos indiferentes a nuestro propio cuerpo. La falta de reciprocidad, la no respuesta sería la gran fuente de sufrimiento. Al decir de Kolakowski, la única. Aquellos que hemos nacido fuera del mito, que no sabemos leer los signos de la naturaleza, aquellos a los que, por lo tanto, nos está vedada la voz del mundo, hemos de batallar con su indiferencia. Y si digo ‘batallar’ es porque el ser humano, en su huida del sufrimiento, ha emprendido una verdadera guerra contra la naturaleza a fin de sacarla de su mutismo.
El hombre o la mujer que arranca, uno a uno, los pétalos de la margarita espera que ésta le revele el destino de su suerte amorosa. He ahí un gesto de dominación. La pequeña flor, arrancada de su entorno, descontextualizada y, por lo tanto, inofensiva, es torturada hasta que nos dé una señal, hasta que nos responda, sobre nuestra propia vida. El amante que quiera saber si es o no es correspondido necesitará aislar, individualizar, cosificar a la margarita, fragmentarla una y otra vez para que la pobre flor transmita un significado, no sobre ella misma, sino sobre su captor. Este diminuto rito —más infantil que pagano— es un éxito para quien por un momento ha logrado sacar a la naturaleza de su indiferencia terrible. A pesar de que el ejemplo anterior puede parecer, a primera vista, una humorada —y no digo yo que no lo sea—, en él se esconde en realidad el mismo impulso que a lo largo de la historia ha conducido al ser humano en su relación con la naturaleza: la idea, un tanto mafiosa, de que por medio del control lograremos hacerla hablar. En el centro de la geometría tentacular de los Jardines de Versalles se encontraba la habitación de Luis XIV y se señalaba la magnificencia del monarca.
«La muerte es la gran y última indiferencia, y mientras vivimos luchamos para acallar su anuncio, para huir de ese sufrimiento.»
En la reunión de especies exóticas, el jardín británico exhibía, a quien lo viera, su imperio.
Incluso un ente tan lejano de nuestra mano como el Sol acaba pasando, como por un ojal, por la punta de la pirámide de Keops o por la de la torre central de Angkor Wat: al Sol se le hace decir sobre el ser humano su inmortalidad. Porque, al fin y al cabo, de eso trata todo lo que estoy describiendo: de la muerte. Si las pequeñas indiferencias cotidianas generan tanto sufrimiento, escribe Kolakowski, es porque suponen una especie de premonición de nuestra propia muerte. Premonición del momento en el que ya nada se relacionará con nosotros, en el que no habrá reciprocidad, en el que nada nos dará ya ninguna respuesta. Premonición de ese futuro inevitable en el que ya sí, y sin poder remediarlo ni luchar contra ello, le seremos definitivamente indiferentes al mundo. La muerte es la gran y última indiferencia, y mientras vivimos luchamos para acallar su anuncio, para huir de ese sufrimiento.
Es sabido que cuando Hergé preparaba Tintín en el Tíbet estaba pasando por un momento vital y psicológico muy malo. En medio de la montaña las nieves hacen de la viñeta un lienzo en blanco. Tintín se encuentra perdido en un paraje sin señales, sin detalles, sin colores. Si Hernández y Fernández disponían, cuando conducían perdidos por el desierto, de unas huellas que, aunque falsas, les daban cierta información sobre su entorno, Tintín no tiene en el Tíbet ni esa tímida y errada esperanza. Hergé tenía un problema de identidad y a Tintín, que siempre fue su álter ego, el mundo ya no le decía absolutamente nada. El sufrimiento y el silencio del mundo eran una única y misma cosa. Ahora bien, como ya se ha dicho, cuando Tintín se encuentra desesperado, Hergé se saca siempre de la manga a un iniciado que le conduzca por el buen camino. En este cómic en concreto, Tintín anda en la búsqueda de Tchang —el que ya fuera su guía en El loto azul— y va acompañado de Tharkey, el pequeño sherpa. El sufrimiento es tal que Hergé necesita de dos iniciados para leer los signos que le rodean.
«Si Hernández y Fernández disponían, cuando conducían perdidos por el desierto, de unas huellas que, aunque falsas, les daban cierta información sobre su entorno, Tintín no tiene en el Tíbet ni esa tímida y errada esperanza. Hergé tenía un problema de identidad y a Tintín, que siempre fue su álter ego, el mundo ya no le decía absolutamente nada.»
La persona sin fe nunca tendrá fe, y los iniciados de Hergé no son sino un simulacro: apariciones puntuales fabricadas para guiar al ser desmitificado a través de un paraje que le sobrepasa. Por un instante reemplazan la fe, pero no la conceden. No nos enseñan los signos del mundo, los sustituyen. Estos simulacros son símbolos puestos por el ser humano en la naturaleza a fin de hacerla reconocible. Es la valla de madera que delimita el camino, pero también la señal que en el acantilado nos indica que ese lugar tiene un objetivo: hacer la foto perfecta de la puesta de sol. De repente, la naturaleza se empieza a llenar de indicaciones que parcelan el espacio, que le dan nombre a la planta, historia al camino. Un lugar se convierte en una herramienta de superación, el otro, en un espacio donde encontrarse con uno mismo. Silenciar el silencio. El ser humano le construye al mundo voces que le sea posible identificar. Y el turista, las paga.
«¡Viva por una noche como todo un beduino!». El eslogan no miente; nos advierte, nos anuncia sus simulacros. «Por una noche» nos dice, y con ello empieza a acotar el espacio. La temporal es la primera delimitación del desierto: a un entorno que se identifica por ser inabarcable le concede instantáneamente un principio y un fin. Al igual que pasaba con los pétalos de la margarita, para dominar el desierto, primero hay que fragmentarlo. Vivir como un beduino también es, evidentemente, un simulacro. Una versión ligeramente modificada —más cómoda, occidentalmente hablando— de su ropa y sus hogares hará que el turista se sienta, durante una noche, parte de un pueblo del que no necesita conocer su historia sino su mística: creerá impregnarse de su conexión con el desierto, de su capacidad para leerlo.
«La relación entre ambos será la de todo consumidor con su bien de consumo. Una relación en la que el turista habrá pagado para apropiarse por un momento del desierto, para hacerlo entrar dentro de unas reglas que le son conocidas, para acallar, por un momento, su indiferencia.»
Por lo demás, en el Desierto Coca-Cola, la naturaleza en la que se encuentra el turista ha sido transformada —acondicionada, preparada, ablandada— para que la pueda identificar según sus propias expectativas: la de la fotografía, la de la aventura segura, la de la intemperie cómoda, la del souvenir. Ahora bien, de todos los simulacros, el más importante para él, aquél que comprende con mayor intensidad, es el que viene dado por el dinero. Si el eslogan no miente es, en primer lugar, porque se trata de un eslogan: anuncia el desierto y con ello, establece entre él y el turista una conexión económica. Finalmente, la relación entre ambos será la de todo consumidor con su bien de consumo. Una relación en la que el turista habrá pagado para apropiarse por un momento del desierto, para hacerlo entrar dentro de unas reglas que le son conocidas, para acallar, por un momento, su indiferencia.
NOTA DE TURISTA — UN VISITANTE INESPERADO
Mi mente de vez en cuando tiene un visitante que no es muy asiduo y nunca anuncia su llegada. Este enigmático visitante no es hombre ni mujer, ni es un niño y tampoco un adulto, no es un animal, real ni mitológico. Este visitante inesperado siempre se presenta como un recuerdo vestido de imagen fija: la de mi abuela vestida de blanco practicando el Ṣalāt. Esta fotografía inesperada de mi mente siempre me resulta confusamente exótica, más propia de un cuento o un relato de ficción que de una realidad vivida lúcidamente. Sin embargo, ahí perdura y sobrevive, y vuelve de vez en cuando haciéndome sentir como un turista de mis propios recuerdos.
Souvenir no es una publicación semanal, mensual, trimestral ni anual. Tampoco es una guía de viaje, no pretende recomendar lugares, hoteles, bares o restaurantes. Souvenir es un objeto que sirve como recuerdo de visita a un lugar determinado. El turista recordará unas vacaciones memorables cada vez que mire ese objeto.